domingo, 18 de diciembre de 2011

Pastiche de Metaplasmos

Mi nombre es Ecthlipsis. Mi familia me abandonó. Todo por el color de mi piel. Había nacido negra, mientras que mi hermana era blanca. Es cierto que mis padres y mis abuelos biológicos eran negros como yo, pero el hecho de que la piel de Sinalefa brillara a la luz de la luna como un campo de trigo bajo el sol del estío, les hizo verme hipernegra. Siendo aún bebé me pusieron un trajecito rojo que le sacaron al muñequito de papá noél escalador del vecino. Me llevaron a la tienda de una gasolinera y me dejaron entre los papá noeles de chocolate. El encargado casi me come una oreja. Por lo menos no tuvo que llevarme a la farmacia para hacerme agujeros para los pendientes. Aquel hombre decidió adoptarme. Lo primero que hizo fue comprarme otros vestiditos, porque ya era la tercera vez que intentaban comprarme por acercarme a las figuras de chocolate. Había en ellas algo familiar que me atraía. No sabía por aquel entonces que yo era una figura retórica.


Hace unos años, cuando yo ya había cumplido los dieciocho años y necesitaba ver mundo, abandonaron a alguien más en mi gasolinera. Más bien, a algo: una pierna amputada, con un aspecto deplorable, como si toda ella fuera esguinces. El corazón me latía muy fuerte por la impresión: sístole, diástole, sístole, diástole... Mi padre lo interpretó esta aparición como una señal divina. Agarró la pierna y la colgó del techo del cuarto del fondo, donde la dejó curándose durante un año y medio. Su familia era de raíces judías, no compraba cerdo nunca; pero cuando se le aparecía delante de las narices la oportunidad de comer jamón serrano gratis, lo tomaba como una invitación del Señor y aceptaba el presente.


Sin embargo, esta paleta se curó del modo que él no esperaba. Se curó para bien. Ahora se veía como una pierna completamente sana, sin esguinces. Incluso dentro de lo que cabía, sexy. Se lo dije a mi padre, que descolgó la pierna y le empezó a dar alpiste por si le crecía una mujer entera con quien casarse. Hasta le dio un nombre. A partir de ahí la pierna se restableció del todo. Nos la llevamos a nuestra pequeña finca, a un par de kilómetros en medio del campo. Queríamos verla desentumecerse, empezar a correr espacios más amplios. Hacía carreras con ella, y enseguida me consiguió adelantar a la pata coja.


Mi padre se tomó un día libre. Debía recibir a una persona cuyos servicios había requerido. A través de la bruma de la mañana apareció un tipo de unos treinta años, cuya expresión transmitía sin embargo mayor edad. Vestía de traje, corbata y sombrero. Su cabello negro era lacio, pero a la vez de puntas graciosamente levantadas. Vamos, que era tan metrosexual que echaba para atrás. Le abrimos la verja y saludó quitándose el sombrero. Tenía dos lunares en la frente.

—Soy Diéresis.


Entramos en casa. Alrededor de dos cafés y un té verde, hablamos de la pierna:

—Llevo buscándola mucho tiempo —dijo Diéresis—. Como saben, hace ya unos veinte años, mi hermana melliza Sinéresis quedó atrapada en un limbo entre este mundo y el Mundo de los Muertos.

—¿Esta es la pierna de su hermana? —preguntó mi padre.

—No estoy seguro. Según mi teoría, después del último hechizo que logré formular, mi hermana habría empezado a materializarse de nuevo en este plano de la realidad. Por eso le pedí vernos hoy mismo, no puedo esperar por tonterías.

—Comprendo... La verdad, señor Diéresis, no entiendo mucho de lo que está hablando, pero me preocupa que realmente Florinda no sea quien usted cree...

—¿Florinda? —el hombre parecía descolocado.

—La pierna.

—¡Oh! Claro. Claro...

—Puede venir a verla cuando lo necesite. Aunque no siempre voy a poder tomarme el día libre, ¿comprende?

—En tal caso, si no es una inconveniencia —respondió el tipo de los dos puntitos—, me gustaría llevarla conmigo.

Mi padre terminó su café de un trago. Agarró a nuestro invitado por las solapas y lo echó a patadas por encima de la verja.

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