Mi querida y sorda abuela dormía en un tresillo del salón: «Zzzzzzzzzzz».
Estaba oscuro y tuve que esquivar en «zig-zag» los muebles. Evité todos menos el taburete de la cocina, que lo habían sacado para que cenara en la mesilla mi prima la pequeña. Entonces lo pateé sin querer y sonó «troc», «crak», «trun». El perro de la vecina, que también era sorda, se puso a ladrar, y durante cinco minutos no se oyó más que un «guau guau» contínuo. Me hubiera gustado que viniera un león, le hiciera «groar» y del susto ya no dijera ni «pío». Desperté a mi abuela tocándole los hombros con cuidado, le conté lo de la litera y regañó a Toni:
—Como vuelvas a sacar el colchón del somier, ¡«pam», «pam»! en el culete.
Se ve que le importaba más la litera que mi esguince. Desde entonces, sé lo que es una onomatopeya.
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